Por - Publicado el 22-05-2009

fachosdeverdad2

Aldo Mariátegui tiene razón (ya era hora). No se le puede llamar fascista a cualquiera. El adjetivo «facho» o «fascista» se aplica abusivamente, siendo el caso que el fascismo es una postura política muy definida y que apenas podría confundirse con el autoritarismo de derecha. Los verdaderos fascistas se ofenden de este uso fácil del adjetivo, como puede verse en este invertebrado blog (no pierdan el tiempo tratando de entender lo que el artículo vinculado quiso decir).

oroJuan Carlos Valdivia también tiene razón pero temo que predica en el desierto cuando sostiene que «debería revisarse la limitación que hace la Constitución a la propiedad del subsuelo, que es la verdadera razón por la que poblaciones ven extraer riquezas de sus territorios sin beneficiarse adecuadamente de ellas.» Es obvio y creo que el hecho de que no se discuta seriamente esta propuesta demuestra que los intereses de Alan García en la Selva no tienen nada que ver con la búsqueda del «desarrollo nacional». Los defensores de las mineras insisten en socializar la Selva peruana «en beneficio de todos los peruanos». A otro perro con ese hueso.

elle-driverCecilia Valenzuela, en cambio, no tiene razón cuando se plantea esta pregunta «¿Por qué el empresariado peruano no-mercantilista no se preocupa de la forma como se mueven nuestros enemigos ideológicos en nuestras propias narices?» Muy mal, Cecilia. Más bien urge mejorar la oferta electoral (las personas y las ideas) y de eso, claro, nunca te has preocupado. Si tu prioridad es demoler al «enemigo», pronto lo vas a ver crecer. Consejo para Ollanta Humala: contrate a Chichi para que lo ataque con toda la furia de la que ella es capaz.

 

 

bullshitFinalmente, yo también creo tener toda la razón pero juzguen mejor ustedes en este debate sobre violencia y civilización iniciado hace varios días y que no concluye todavía, pero que ha estado bueno y todavía se puede poner mejor. ¿Es la guerra explicable por diferencias de ideas, por ejemplo, por un choque de civilizaciones? ¿Tiene la guerra algún propósito terapéutico? Y, lo que es más interesante, ¿por qué la charlatanería pasa por filosofía? Bueno, es que a veces se trata de oscurecer las aguas para que parezcan más profundas. Una respuesta, aquí.

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Comentarios a este artículo

  1. Lucas Stiglich dijo:

    Tiene razón Aldo M. en casi toda su columna, excepto en el final «…al liberalismo que este su servidor fervientemente profesa». Él no es liberal, ni en lo político ni en lo ecónomico.

    Si sólo ayer propuso esto en su columna: «También -y no me gusta, pero no hay más remedio por el momento- tenemos que volver al Servicio Militar Obligatorio.»

    Si se cree liberal, será un liberal «condicionado» o «cuando nos conviene». Un, «osea, ya pues yo tengo mis ideas, pero a veces no sirven y las cambiamos».

    Y es bastante cierto lo de Valdivia, hay que revisar la constitución en esos temas, que a mi parecer reflejan que el capitalismo que se ha desarrollado en Perú es excluyente. Claro, ningún limeño espera que encuentren petróleo en su casa, entonces que sea «para todos los peruanos» cuando lo encontremos y el que vivía ahí… que se mude pues.
    De nuevo, capitalismo cuando «nos conviene».

  2. Jaime Del Castillo dijo:

    Es de antiguo en nuestro medio, usar las palabras al capricho y a ‘discresión’ por, tanto por la izquierda como por la derecha. Victor Andrés Belaunde habló del ‘Snobismo’ para referirse a ello y a ellos.

  3. Fernando Velásquez dijo:

    ¿Tiene razón Aldo Mariátegui? Señala un punto válido, pero lo hace de una manera tan estridente, e insultante, que pone su mensaje más allá del alcance de quien no esté de acuerdo con él desde antes. Predica para los convertidos, para traducir literalmente el dicho inglés.

    Otrosí, ¿no hace él eactamente lo mismo cuando aplica a discreción el término «rojo» a cualquiera que se sitúe un poquito a la izquierda de su derechismo extremo que él llama «liberalismo»?

  4. That's me dijo:

    La insolencia de Aldo Mariátegui y la del ‘perro del hortelano’ de Alan García, no hay que olvidar que era moneda corriente a finales de los 80’s e inicios de los 90’s en boca de Carlos Alberto Montaner y Alvarito Vargas Llosa.

    Los alabarderos del FMI, BM, el Club de Paris y Consenso de Washington, siguiendo consignas de The National Endowment for Democracy, NED, dineros del establishment norteamericano para defender sus intereses alrededor del mundo, a los «electarados” de Alditus M por entonces los llamaban «perfectos idiotas» latinoamericanos. Incluso desde las páginas del Miami Herald, estamparon el termino «letrinoamericano» para todos los «idiotas» que pensaran distinto a ellos.

    Igual al sopapo que le estampó la esposa del extinto Andrés Townsend Escurra al mozalbete Alan García Pérez cuando tuvo la frescura de presentarse al sepelio del malogrado líder histórico aprista, una señora portorriqueña siguió el ejemplo y sorprendió al ideólogo anticastrista Carlos Alberto Montaner con una sonoro bofetón al concluir una exposición en el bello San Juan.

    Un artículo ‘didáctico’ de Carlos Alberto Montaner:

    Domingo, 31 de octubre de 1999.

    El Nuevo Herald

    CARLOS ALBERTO MONTANER

    La herencia de Menem

    Madrid — Un viejo y malévolo retrato de los argentinos –propalado por ellos mismos– los describía como «unos pobres campesinos italianos que hablaban español pero se creían ingleses exiliados en un grandioso París sudamericano». Era la definición exacta de una autoestima desmesurada. Felizmente, alguien se tomó en serio la caricatura: Carlos Menem.

    La herencia más importante que deja Menem es la reincorporación de su país a la modernidad. ¿Dónde está esa modernidad? Por supuesto, y así ha sido desde hace siglos, en el núcleo básico de la cultura occidental. En ese amplio espacio del planeta esencialmente euro-norteamericano, que hoy incluye porciones de Asia –Japón, Singapur, Taiwán, Corea-, porque la pertenencia o la exclusión a él no lo determinan la lengua o la raza sino el quehacer: la forma en que se hacen las cosas; la forma en que se producen los objetos o los servicios, en que se intercambian, en que se utilizan; la forma en que se establecen las reglas de autoridad; la forma –en suma– en que se vive. Incluso, en un plano más profundo: la forma en que se interpreta la realidad.

    Es en esta voluntad de modernidad, de occidentalización, donde hay que colocar las medidas específicas del gobierno de Menem: la caja de conversión (esa semidolarización encubierta), la participación en la Guerra del Golfo, las privatizaciones del ruinoso sector público, y hasta la muy gráfica metáfora del brillante canciller Di Tella: «Argentina tiene con Estados Unidos una relación carnal». Argentina, en efecto, se abría a la penetración de Occidente. Y lo hacía porque, cuando se hace bien –como los japoneses desde mediados del siglo pasado, por ejemplo– es la manera más rápida y eficaz de progresar en el terreno técnico y científico, y de prosperar en el orden individual y colectivo. Los pueblos que han elegido este camino con decisión y perseverancia, en el breve lapso de un par de generaciones le han dado un vuelco a su historia.

    Curiosamente, ésta es la segunda vez que Argentina lo intenta. La primera fue en las últimas décadas del siglo XIX, tras la dictadura de Rosas, cuando al frente de la sociedad comparecieron personajes de la talla de Alberdi y Sarmiento –uno desde la sociedad civil, el otro en la esfera pública– y en muy poco tiempo la nación se situaba en la avanzadilla del mundo. Cuando despuntaba el siglo XX Argentina se hombreaba con Canadá o Australia, y superaba a casi toda Europa en riqueza. Fue aquella era gloriosa en que una riada de europeos buscaba en el Río de la Plata el destino amable que le negaba el Viejo Mundo.

    ¿Qué sucedió?

    Una extraña tragedia: esos laboriosos europeos, mezclados con los criollos, se trajeron en sus fatigados baúles los fantasmas que entonces estaban sueltos en la patria de origen: el fascismo, el socialismo, el autoritarismo, el militarismo y el rechazo de la libertad económica y política. Ya en los años veinte la semilla estaba sembrada. Fructificó a partir de 1930, cuando los militares depusieron a un Hipólito Yrigoyen demasiado viejo y cansado para hacerles frente. A partir de ese momento, y de manera creciente, comienza una lenta erosión que descarrila a Argentina y penosamente la devuelve al tercer mundo mental y material que había conseguido superar en el pasado.

    Es aquí donde entran a jugar Menem, Cavallo, Di Tella y el resto de los funcionarios más notables de sus dos gobiernos: por instinto, por sentido común tras el evidente fracaso de diversas variantes del populismo, o como consecuencia de una seria reflexión, Menem ordena una contramarcha histórica. Hay que volver al espíritu ilustrado de quienes buscaban su filiación e inspiración en la cabeza de Occidente. Se acabó. Era el punto final al tercermundismo argentino.

    ¿Se acabó? Ojalá. Pero lo cierto es que a la Argentina le queda mucho camino por recorrer. El sector público sigue siendo lento, paquidérmico, enormemente costoso, ineficaz, y, con frecuencia, corrupto. Mas no sólo es ahí donde se cuecen las habas: la sociedad civil dista mucho de parecerse a la que predomina en las naciones desarrolladas. Los niveles de asociación y cooperación voluntarias son mínimos. La conciencia cívica es débil, lo que se traduce en un limitado sentido de responsabilidad con el bien común. Empresas y asalariados son notablemente improductivos, aunque sean muy trabajadores.

    Los centros de investigación son poquísimos y están infradotados. La innovación no se prima ni estimula, y las universidades no son capaces de transmitir (mucho menos de modificar) la carga de conocimientos vigentes al ritmo competitivo que requiere nuestra vertiginosa época. Y todo esta reforma, además, habría que hacerla en un clima de sosiego y dentro de un estado de derecho que realmente funcione, porque sin ese marco institucional cualquier síntoma de progreso será siempre provisional y precario.

    ¿Se mantendrá el rumbo hacia la modernidad en la Argentina del presidente De la Rúa? Eso parece. Si Menem, que encabezaba el partido que más decididamente había jugado la carta tercermundista –el delirante peronismo–, fue capaz de dar un giro de 180 grados, mucho más sencillo le resultará seguir ese rumbo a De la Rúa, cuyo Partido Radical tiene, en definitiva, un origen no muy distante del pensamiento liberal.

    El momento es clave. Como ocurrió en el siglo XVIII con la máquina de vapor y la revolución industrial, el primer mundo vive una asombrosa etapa de aceleración técnica y científica, en la que la cibernética y la biogenética van a ampliar drásticamente la distancia que lo separa del resto del planeta. Argentina es una de las naciones de América Latina que pueden dar ese salto y tomar ese tren de la modernidad, tal vez en compañía de Uruguay, Brasil y Chile, en el Cono Sur, y probablemente México, en el norte, si éste último no sucumbe a la siempre presente tentación populista, y si no se entrega a los demonios del desorden espasmódico que lo han atormentado desde su fundación como estado independiente.

  5. Mario dijo:

    Ni liberal, ni fascista, Aldo Mariátegui es un Marxista de polendas, pero Marxista con mayúscula, es decir discípulo no de Karl sino de Groucho, a quien se atribuye la inmortal frase: «Señor, ¡estos son mis principios! …pero si no le gustan tengo otros».

    El artículo de marras, en consecuencia, posee la virtud de poder leerse como una clase de ciencias políticas, pero también como una descripción en lo político de los regímenes de Pinochet, Suharto o Fujimori, grandes implantadores de las doctrinas de libre mercado del Consenso de Washington, aunque a costa de todo lo demás.

    Esto sin mencionar la propia esquizofrenia, porque, ¡hay que ver la tolerancia «liberal» a ideas distintas de las suyas que exhibe el autor!