Por - Publicado el 05-11-2015

Por Jorge Rendón Vásquez

La fuente normativa del voto preferencial es el artículo 21º de la Ley 26859, Orgánica de Elecciones, que dispone: “Los congresistas de la República son elegidos mediante sufragio directo, secreto y obligatorio. / La elección de congresistas a que se refiere el artículo 90º de la Constitución Política del Perú, se realiza mediante el sistema del Distrito Electoral Múltiple aplicando el método de la cifra repartidora, con doble voto preferencial opcional, excepto en los distritos electorales donde se elige menos de dos congresistas, en cuyo caso hay un solo voto preferencial opcional.”

En la parte pertinente, el artículo 90º de la Constitución delega en la ley la organización del proceso electoral: “El número de congresistas — prescribe— es de ciento treinta. El Congreso de la República se elige por un período de cinco años mediante un proceso electoral organizado conforme a ley.”

El voto preferencial fue introducido en nuestro país para la elección de la Asamblea Constituyente efectuada el 18 de junio de 1978.

Su necesidad no ha cambiado. Permite al elector seleccionar los dos candidatos que a su criterio deberían ser elegidos de la lista del partido, movimiento o alianza por los cuales se decide a votar. Vale decir que el elector tiene el derecho: 1) de elegir la lista; y 2) de elegir, dentro de la lista, a los candidatos que le parezcan mejores para representarlo en el Congreso de la República.

Como hay quienes pretenden eliminar el voto preferencial, el Congreso se encuentra debatiendo una propuesta en tal sentido, de modo que el elector sólo pueda votar por una lista de la cual serán elegidos los candidatos en el orden en que hayan sido colocados a partir del primero hasta cubrir el número de curules alcanzado, según la votación obtenida. Por lo tanto, los órganos dirigentes de los partidos, movimientos o alianzas decidirían qué candidatos deberían ser elegidos.

La fundamentación para suprimir el voto preferencial no es convincente. Sus proponentes sostienen que fortalecerá a los partidos, eliminará el transfugismo y atenderá a la voluntad de la población. Nada en concreto.

El voto preferencial se basa en la facultad del ciudadano de disponer por sí mismo quiénes habrán de representarlo en los órganos del Estado elegibles de composición múltiple. Este derecho está reconocido por la Constitución: “El poder del Estado emana del pueblo.” (art. 45º); los ciudadanos “Tienen el derecho de ser elegidos y de elegir libremente a sus representantes, de acuerdo con las condiciones y procedimientos determinados por ley orgánica.” “El voto es personal, igual, libre, secreto y obligatorio hasta los setenta años.” (art. 31º); “Los ciudadanos pueden ejercer sus derechos individualmente o a través de organizaciones políticas como partidos, movimientos o alianzas, conforme a ley. Tales organizaciones concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular.” (art. 35º). Es obvio que los partidos, movimientos o alianzas no podrían sustituir al ciudadano en el ejercicio de su derecho constitucional de “elegir libremente”. Su “concurrencia a la formación de la voluntad popular” se limita a la presentación de las listas de candidatos como un procedimiento práctico de intermediación dado el número de electores.

Se debe suponer que cuando un partido, movimiento o alianza presenta una lista, todos los candidatos que la integran están de acuerdo en su proyecto político, son aptos para hacerlo valer en el Congreso y tienen los mismos derechos y deberes. El ciudadano, en ejercicio de su libertad, reflexiona sobre los méritos de cada candidato y elige al que considera más capaz para representarlo. Decide él, no el partido, movimiento o alianza.

Retirarle al ciudadano la facultad de preferir a uno u otro candidato infringiría la Constitución y desnaturalizaría la concepción básica de la democracia que consiste en el gobierno por el pueblo lo más directamente que sea posible.

Habría que preguntarse sobre el origen de esa iniciativa. ¿Es de aquí o viene de lejos?

El transfuguismo no es imputable al voto preferencial. Todos los representantes elegidos pueden desertar del grupo político en cuya lista se presentaron. Más aún, la propia Constitución ampara esa posibilidad cuando dispone que “No están sujetos a mandato imperativo ni a interpelación. No son responsables ante autoridad ni órgano jurisdiccional alguno por las opiniones y votos que emiten en el ejercicio de sus funciones.” (art. 93º), fórmula que repite otra de la Constitución de 1979 (art. 176º y que ya venía desde la Constitución de 1933, arts. 92º, 104º y 105º; y hay todavía quienes creen que esta Constitución es la máxima expresión de democracia).

Por lo tanto, los congresistas, al opinar y votar como quieran sin restricciones, están facultados para olvidar o infringir el programa que propusieron a los electores por el cual fueron elegidos, desacatar las órdenes de sus grupos políticos, abandonarlos y pasarse a otros, violar o inaplicar las normas constitucionales y legales, no investigar ni acusar a los funcionarios que hubieran cometido delitos e irregularidades en sus cargos, etc. Son facultades obviamente exorbitantes.

Para impedir que los congresistas caigan bajo la férula de los gobiernos autoritarios y dictatoriales o bajo alguna presión indebida, de las que la historia abunda en ejemplos, se debe preservar su voto libre y garantizarles que sean ellos realmente representantes del pueblo en el ejercicio de la función legislativa. Pero ese voto debe ajustarse al mandato conferido por los electores, y la misma Constitución debería marcarle sus límites. Si un congresista fue elegido por una lista y se sale de ella estafa al ciudadano que lo eligió. Debería perder el mandato y reemplazarlo el que le sigue en el orden de preferencias. Si no aplica el programa que propuso e infringe sus obligaciones legales estafa también a sus electores. Y no son sus pares los más indicados para examinar su conducta, puesto que podrían inclinarse a no hacerlo, pensando en la posibilidad de ser también procesados por hechos similares, o a sancionar sin causa real por rivalidad o venganza. Debería haber por eso una cámara encargada de la función de vigilar el comportamiento de los congresistas y decidir su sanción y, si su conducta fuera delictuosa, requerir al Ministerio Público y al Poder Judicial la aplicación de las penas. Esta cámara debería estar compuesta por personalidades con nivel semejante al de los profesores universitarios principales, no pertenecientes a ningún partido, movimiento o alianza y elegidos por votación popular, a razón de uno por circunscripción electoral. Una reforma de la Constitución debería encarar esta necesidad e incluirla en su texto.

La democracia puede y debe ser perfeccionada para acercarse más a la regla suprema de que el poder emana del pueblo y de que este, como mandante, tiene la obligación y el deber de controlar a las personas a las que comisiona para el ejercicio de las funciones públicas.

(5/11/2015)

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