Por - Publicado el 14-08-2014

Por Jorge Rendón Vásquez*

Supongamos que desde una ciudad situada al otro lado de la frontera un grupo armado comenzase a disparar cohetes balísticos hacia las ciudades de nuestro país, o también que desde una flota de mercantes apostada frente al Callao, o frente a Buenos Aires, Montevideo o Caracas se lanzara andanadas de cohetes contra estas ciudades. En ambos casos, este hecho sería un casus belli, es decir una causa suficiente para una declaración de guerra contra el país de los atacantes y, por lo menos, para detener la agresión por medios equivalentes o mayores. Sería una grave parcialidad que los mandatarios de los demás países latinoamericanos censurasen al Perú o a otros países que fueron obligados a defenderse, criticándolos por las víctimas civiles que su réplica hubiera ocasionado en los territorios o naves de los agresores, sobre todo si esas víctimas fueron obligadas a permanecer junto a los mecanismos de lanzamiento de los cohetes.

Una situación semejante a la descrita sucede en la frontera entre Israel y Gaza. El grupo armado Hamas, calificado de organización terrorista, en posesión del gobierno de Gaza, viene disparando sus mortíferos cohetes contra los centros poblados de Israel. Los envía desde los barrios populares, pese a disponer en su país de grandes extensiones despobladas. De no ser por el sistema defensivo Cúpula de Hierro, que destruye la mayor parte de esos cohetes en el aire, y porque el resto cae en sitios sin población o en la misma Gaza, la mortandad de civiles israelíes sería espantosa. Para neutralizar esos ataques Israel tuvo que desplegar sus fuerzas armadas en Gaza, anunciando previamente por volantes dejados caer desde el aire los sitios sobre los que dispararía. En el camino, se encontraron con una red de túneles construidos por Hamas para introducirse en el territorio israelí, algunos grandes galerías de bloques de concreto armado, y otros, usados como arsenales tan colmados que deben de haber despertado la envidia del Pentágono. El operativo militar de Israel ha causado, obviamente, víctimas civiles.

La campaña promovida en cadena contra Israel por algunos intelectuales, por los presidentes de la República de varios países latinoamericanos, por ciertos medios de prensa y por determinados grupos de izquierda presenta dos caracteres: a) el silencio sobre los continuos lanzamientos de cohetes por Hamas contra Israel y sobre los túneles que esta organización ha construido; y b) la condena sin atenuantes a Israel por las víctimas civiles en Gaza.

Se diría que para esos críticos de Israel, los cohetes de Hamas son alegres fuegos artificiales, celebratorios quizás de alguna festividad islámica; que los túneles son madrigueras excavadas por alguna familia de pequeños y atareados topos, y que los civiles afectados, incluidos los niños, fueron alcanzados en calles y casas alejadas de las rampas móviles de lanzamiento de cohetes, que para ellos, por lo demás, no existen. El mensaje encubierto de su condena es que el Estado de Israel carece del derecho de defenderse y que las agresiones de los palestinos extremistas están plenamente justificadas. ¿Por qué? Aunque no lo digan –se infiere de su razonamiento–, porque, para ellos, los habitantes de Israel son judíos, y los judíos deben ser, en el límite, exterminados. Se debe suponer que les satisface que luego de la Segunda Guerra Mundial esta fatídica misión haya sido asumida en el Cercano Oriente por árabes fanatizados, sin perjuicio de los ataques a las sinagogas y escuelas judías en varias capitales europeas perpetrados por grupos creyentes en el nazismo y en el Islam.

¿De que raíces parte este antijudaísmo que contamina a la izquierda de inspiración marxista o seudo marxista y se vierte, como densa tinta, sobre otros grupos populistas o de tendencias autocalificadas de izquierda, coloreándolos con diversos matices de la misma gama?

El socialismo del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX, incluidas las corrientes bolchevique y comunista, no fue antijudío. No podía serlo. Muchos de sus ideólogos y militantes, comenzando por Carlos Marx, eran judíos. Fueron hombres y mujeres para quienes el socialismo, liberando a la clase obrera de la explotación y a la sociedad de las injusticias, podía liberar también a los judíos de la exclusión y las persecuciones, y contribuyeron a crear e impulsar un formidable movimiento de reivindicación social.

El nazismo, como la expresión más brutal e intolerante del capitalismo, hizo de la aniquilación de judíos, comunistas y socialistas su razón de ser.

En los partidos comunistas el antijudaísmo fue asumido por José Stalin y su grupo como un procedimiento para librarse de los militantes judíos que pensaban de modo diferente al suyo en el Partido Comunista. En los procesos de 1936, instaurados contra los opositores a Stalin, cerca de la mitad de los condenados a muerte o a largas penas de prisión fueron judíos. Trotsky, ex comisario de la Guerra luego de la Revolución de 1917 y brillante ideólogo del Partido Bolchevique no podía salvarse aunque estuviera fuera de la Unión Soviética. Stalin lo hizo asesinar en México, en 1940. Era judío. Allí no pararon las cosas. A los demás judíos no comunistas se les destinó la pequeña ciudad de Birobidzhán, ubicada en los confines de Siberia, como un lugar de confinamiento nacional, proyecto que no pudo prosperar por la resistencia de muchos judíos.

La Segunda Guerra Mundial obligó a Stalin y su grupo a cambiar su parecer con los judíos. Los necesitaban, y ellos peleaban denodadamente contra el nazismo. Además, ya se conocía su exterminio masivo en los campos de concentración. Es presumible que a sugerencia del Presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt, Stalin tuviera que declarar en la Conferencia de Yalta, de febrero de 1945, que los judíos debían tener una patria en Palestina (Cfm. Dominique Lapierre y Larry Collins, ¡Oh Jerusalem!, crónica de la creación del Estado de Israel). Esta declaración le fue transmitida en seguida a Ben Gurión, jefe de la Agencia Judía de Palestina, la embrionaria organización del futuro Estado israelí. Stalin tenía, además, otro motivo: el territorio de Palestina estaba ocupado desde 1917 por Gran Bretaña, y era de hecho una de sus colonias, y para la Unión Soviética y su Partido Comunista la descolonización en el mundo debía seguir a la guerra.

La decisión de las Naciones Unidas del 29 de noviembre de 1947, por la cual se acordó la creación de un Estado israelí y otro árabe en Palestina, contó con el voto favorable de la Unión Soviética. El Estado de Israel fue proclamado por Ben Gurión el 14 de abril de 1948, al vencerse el plazo para la evacuación de las autoridades y tropas de la Gran Bretaña, y, al día siguiente, Egipto, Siria, Jordania y su temible Legión Árabe, entrenada y comandada por oficiales ingleses, y el Gran Mufti de Jerusalén, un antiguo protegido de Hítler, al mando de un ejército armado hasta los dientes, atacaron en concierto al naciente Estado israelí. Pero, éste ganó esa desigual guerra.

Unos años después, la actitud de Stalin, del Partido Comunista y de la Unión Soviética, cambió radicalmente. Se parcializaron con los gobiernos de los países árabes y los grupos islámicos fanatizados, los proveyeron de armamento e instructores y con ellos se empeñaron en la destrucción del joven Estado israelí y la expulsión de los judíos del Cercano Oriente. Esta actitud era parte de su estrategia contra Estados Unidos en la Guerra Fría. Por consiguiente, su propaganda contra el Estado de Israel, a través de los partidos comunistas, fluyó caudalosa e inacabable. El fanatismo islámico quedó oculto por una escenografía de imágenes casi idílicas, y hasta se le justificó mientras se satanizaba a los israelíes.

Pero el Estado de Israel no fue destruido con las campañas bélicas de los países árabes vecinos: Egipto, Jordania, Siria y el Líbano, con la conformidad de la Unión Soviética, ni sus habitantes fueron arrojados al mar. Israel, un pequeño país que luchó con la voluntad y el heroísmo de sus antepasados los macabeos, ganó las subsiguientes guerras de 1956, 1967 y 1973, y, gracias al esfuerzo de sus pobladores, judíos nacidos en su territorio y llegados de todas partes del mundo, se convirtió en una sociedad cada vez más moderna y poseedora de uno de los ingresos per cápita más alto del mundo.

José Stalin murió en 1953, pero su política contra Israel y los judíos sigue instalada como una fijación en la conciencia de los militantes de los partidos comunistas y de otros grupos de izquierda. Para ellos, hagan lo que hagan los fanatizados islamistas es bueno y, correlativamente, hagan lo que hagan los israelíes es malo.

Esta implantación irracional contra los judíos sería casi imposible si no creciera en un terreno fertilizado por dos milenios de antijudaísmo. En el fondo del alma de una parte cada vez menor de los no judíos en el mundo occidental sigue latiendo el odio absurdo desencadenante de los pogromos y otras matanzas de judíos y anda suelto el espectro de la Inquisición que procesaba y quemaba a los judíos acusados de practicar su religión. En los países eslavos los pogromos, alentados por los popes, los señores de la tierra y las autoridades reales, se efectuaban aún hasta los primeros años del siglo XX. El nazismo fue la expresión más violenta, horrorosa y masiva de este antijudaísmo. Y ni Stalin ni sus herederos ideológicos pudieron purgarse de él.

En el año 334 a.C., el joven Alejandro, hijo del rey Filipo de Macedonia y ex alumno de Aristóteles, a la cabeza de un ejército relativamente pequeño, pero bien disciplinado, inició la conquista del Asia Menor y Egipto y llegó a los límites con la legendaria India. No es éste el ejemplo de Israel. Para los judíos, el territorio del antiguo reino de Israel, del que sus antepasados fueron expulsados de manera intermitente desde 1250 a.C. y dispersados por el mundo por el Imperio Romano en el año 70, nunca dejó de ser suyo, como un derecho histórico. Y a él ha vuelto una parte de sus descendientes, convirtiendo en un hecho real la invocación de fe y esperanza que los judíos se hacían desde entonces en sus celebraciones: “Nos vemos el año próximo en Jerusalén”.

(14/8/2014)
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*Profesor Emérito de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos de Lima.

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