Por - Publicado el 01-11-2012

«Por una parte, la historia de la filosofía muestra en las diversas filosofías que van apareciendo una sola filosofía con diversos peldaños de formación y, por otra parte, muestra que los principios particulares, uno de los cuales subyace en cada una de las filosofías, son solamente ramas de uno y el mismo todo.»
Hegel1

1. Hegel en los Andes
Hegel decía que no hay diversas filosofías, sino una sola que se va desarrollando. ¿Qué tal seguirlo y ver a las diversas insurgencias ocurridas en el Perú como una sola que va mutando en el tiempo? Para eso hay que salir alguito de la la visión fragmentalista del pais y tratar de establecer conexiones entre lo que parece ser inconexo.2 «Son fenómenos muy diferentes que no pueden ser comparados. No se pueden mezclar papas con camotes» se suele escuchar o leer. Todo se puede comparar si hay un denominador común para hacerlo. La diferencia por más grande que sea no impide la comparación. Precisamente, establecer una diferencia ya es comparar. Pero claro, hoy como ayer, hay un ambiente represivo en el país, lo cual refuerza que las generaciones antes radicales rechacen que se establezca conexiones con los radicalismos más recientes. La gente cambia, pierde filo, reniega de sus actos de juventud y no quiere verse asociada con lo que hacen los que ahora son jóvenes. «No se puede comparar». Aquí ensayaré ver las cosas de otra manera.


El padre de Mafalda: todas las generaciones fueron condenadas por las anteriores en tiempo real, pero cuando envejecen acaban por condenar a las nuevas generaciones como las condenaron a ellas.

2. Factor sorpresa y factor alerta
El estado estuvo alerta para combatir la insurgencia de los 60s, pero fue sorprendido por el discurso de la insurgencia derrotada.
El estado fue sorprendido por la insurgencia de los 80s:, pero estuvo alerta para combatir el discurso de la insurgencia derrotada.

En los 60s la contrainsurgencia de la CIA ya sabía que en el Perú se preparaba un intento insurgente, aquí. En seis meses las fuerzas armadas y policiales con apoyo de los EEUU derrotaron a la insurgencia. Sin embargo, la insurgencia ganó la batalla de las ideas después de ser derrotada. Tomó mucho tiempo, más de una década, derrotar al discurso insurgente metamorfoseado.

En los 80s, en plenas elecciones, pocos se esperaban un intento insurgente. Tomó mucho tiempo que el estado se pusiera las pilas; tuvo que realizar una larga lucha, de más de una década, para derrotar militarmente a la insurgencia. Sin embargo, el estado aprendió la lección de la insurgencia anterior y no ha dejado que ningún discurso insurgente metamorfoseado pueda recuperar terreno. En tal sentido, en el presente vivimos una situación de contrainsurgencia sin insurgencia, una contrainsurgencia preventiva.

3. Perdedor gana
Los romanos se impusieron militarmente a los griegos, pero éstos se impusieron culturalmente a aquellos. La insurgencia de los 60s fue derrotada militarmente, pero triunfó ideológica y moralmente. Y para hacer las cosas más paradójicas los propios represores de la insurgencia fueron los que asumieron su programa. Sin embargo, al hecerlo se enfrentaron a los mismos problemas que llevaron a la insurgencia a la derrota.

La falta de apoyo del pueblo que aisla al insurgente en el monte se repite con el militar reformista que queda aislado en su despacho de mando. Tanto los insurgentes como sus sucesores militares quisieron hacer una revolución para el pueblo. La de los insurgentes revolucionarios fue desde abajo, la de sus represores reformistas fue desde arriba. Si un De la Puente se chocaba con la realidad que sus promesas de darles las tierra a los campesinos no eran suficientes para lograr su apoyo, un Velasco se chocaba con la realidad que haberles dado la tierra a los campesinos tampoco era suficiente para lograr su apoyo.

4. Las masas asimiladas
En el Perú hubo un partido de cuadros y de masas que reclamaba cambios sociales: el APRA. Era la esperanza de mucha gente que quería cambiar el sistema opresivo y oligárquico. En los 30s las masas apristas, y comunistas en la sierra central, tenían un gran ímpetu revolucionario. Dos décadas después, salvo grupos radicalizados apristas, poco quedaba de ese ímpetu. La oligarquía se presentaba como indestructible y Haya de la Torre prefirió cambiar de rumbo: negociar la legalización de su partido a cambio de ser aceptado por el poder oligárquico. Algo parecido ocurrió con un desilusionado y amargado Eudocio Ravines, recibido con los brazos abiertos por la oligarquía. Las fuerzas del cambio social habían desaparecido del escenario político. Encima que poca gente podía elegir, que esta poca gente lo hacía con muy poca frecuencia, las opciones disponibles eran casi todas pro-oligárquicas. En estas condiciones, ¿cómo se podía hacer un cambio social que beneficiara a las mayorías que ni siquiera votaban?

Si el APRA, y en menor medida el PC, había abierto una fisura en el poder oligárquico en los veintes y treintas, décadas después ese caudal de apoyo se había malversado como fuerza de cambio, pero se había consolidado como fuerza electoral, que acabaría por reforzar el sistema. Si alguien quería hacer un cambio, tenía que volver a comenzar de nuevo, como en los veintes y treintas: armar discursos, formar líderes, hacer carne de nuevo en el pueblo peruano. Son cosas que no se hacen tan rápidamente. La revolución cubana daba momentum, había inquietud, pero no había tiempo. Las izquierdas habían sacado un magro, pero crítico 3.5% en las elecciones de 1962. Algo es algo, pero no era suficiente. Las soluciones eran vanguardistas: vanguardistas militaristas primero y vanguardistas militares luego. El grueso de la población políticamente activa reaccionaría con indiferencia y rechazo ante la primera y con indiferencia y rechazo ante la segunda, pero ambos vanguardismos moverían el piso de la sociedad oligárquica.

Es que aparte de la fisura política, se había abierto una fisura social: las clases medias habían logrado entrar a la universidad, los yanaconas de la gleba habían migrado a los ciudades, la expansión de las postguerra había chorreado alguito al Perú. Si los sectores más radicales quedaban impresionados por la revolución cubana, los más moderados quedaban impresionados por las promesas de Belaúnde, un oligarca que iba de democrático y modernizante que se percataría de la importancia del voto izquierdista antiaprista y lo capitalizaría a su favor. Había esperanza en cambios desde el estado sin necesidad de revolución alguna.

5. No una sino muchas metamorfosis
Los insurgentes abrirían la mente de los militares y ambos influirían en la población políticamente activa. El belaundismo abriría las puertas para el velasquismo, y en cierto sentido compartirían agenda. Los democristianos que trabajaron con Belaúnde se quedaron a trabajar con Velasco, pues la agenda era muy parecida: reforma agraria con Belaúnde, reforma agraria con Velasco. (Por eso el rechazo que Belaúnde aún despierta en los sectores más reaccionarios de raigambre beltranista.) De un 3.5% que sacan las izquierdas en 1962 pasan a sacar un 30% en 1978. Inusitado. Es un antes y un después. El mensaje de cambio venido desde arriba, desde el centro y desde abajo llega a un sector de una nueva y ampliada ciudadanía. Desde entonces no ha dejado de haber un voto izquierdista, más que capitalizado canibalizado por otros sectores políticos, ante la disgregación y asimilación izquierdista (voto dividido en 1980, por Barrantes en 1985, por Fujimori, por Toledo y finalmente por Humala). Se había pasado de la fisura al boquete y del boquete a la inundación. Sin embargo, con el paso del tiempo este caudal electoral no logró que se realizaran cambios sociales a su favor. Al igual que la consolidación electoral aprista, el voto neoizquierdista fue siempre malversado. Las elecciones acababan por no ser un medio sino un fin en sí, una formalidad con valor de entretenimiento, que daba la satisfacción temporal de ver ganar a un candidato con poco filo para atenuar a una omnipotente y resucitada oligarquía.

6. Pensamiento Artola
No todo el estamento militar se había visto erosionado por su combate a la insurgencia. Buena parte del mismo seguía siendo fiel defensora del sistema. El general Artola no estaba para sutilezas como distinguir el trotskismo del maoismo del castrismo. Pero esta aparente falta de ciudado para el detalle le permitía ver el bosque. En el Perú había habido una muy atrevida intentona subversiva que no había sido derrotada del todo, e incluso había logrado formar parte del gobierno militar. La subversión seguía latente y poder seguir ahí incluso habiendo sido derrotada militarmente. Podría ganar en ideas, podía influir incluso en sectores inauditos como los militares. Artola escribe su libro en 1976, en plena redefinición derechista del gobierno de Morales Bermúdez. Se había creado en el Perú una lógica auténticamente reaccionaria, que apuntaría a desmontar las reformas belaundista-velasquistas producto de la presión social de las mayorías.

7. La antítesis guzmanista
Parece muy pacífico, pero el Perú secreta violencia. Nuestro imaginario es Grau, pero nuestra realidad es Giampietri. El imaginario es también Guevara, pero la realidad es Guzmán. Eso es lo que nuestra sociedad produce.

En los ochentas tuvimos la negación de los sesentas. La insurgencia de Guzmán es la antítesis de la insurgencia de De la Puente y de Béjar, afirmación que ya sostuve en 1965: Guerrillas latentes.

Guzmán no la prepararía en un mes ni en un año, sino en una década. Tenía trabajado un apoyo que no tenían los foquistas de los sesentas, que siguiendo a Guevara creían que la presencia insurgente catalizaría el apoyo campesino. Guzmán había creado un tejido de afiliaciones y alianzas que sustentaron las primeras acciones insurgentes.

Guzmán sabría desde el primer momento que no habría una guerra caballerosa. A Lobatón lo lanzaron de un helicóptero, a De la Puente lo ejecutaron y le cortaron la cabeza. De poco serviría ser compasivo. Guzmán daría el primer golpe violento y abrumador. Sus seguidores irían a matar y a morir, dando lo que llamaron una «cuota de sangre».

Guzmán sí contaría con el crucial factor sorpresa con el que no contó un infiltrado De la Puente. Al estado le tomaría tiempo salir de su incredulidad y demoraría tres años en movilizar al ejército. Ya en 1965 Lobatón había demostrado que la insurgencia podía resistir y hasta derrotar a la policía. Para Guzmán la lentitud estatal fue un factor crucial en la primera expansión senderista. A la sorpresa de sus acciones iniciales se sumaría además la sorpresa de constatar el apoyo inicial a la insurgencia. El hecho más emblemático de esta etapa sería el multitudinario entierro de Edith Lagos.

Guzmán sabría que las acciones violentas tenían el poder de intimidar y lograr apoyo campesino. La ejecución de los Carrillo, terratenientes locales, por el ELN en Oreja de Perro había animado a los campesinos explotados por estos terratenientes. El ELN con muy poco trabajo político en la zona había logrado la simpatía campesina en base a esa ejecución (incluso la CVR se refiere a esa ejecución en forma relativamente favorable). Algunas acciones violentas senderistas les darían apoyo en algunos sectores, como les provocarían el rechazo en otros, y sobre todo la credibilidad que estaban dispuestos a todo por tomar el poder.

Guzmán no se detendría ante el rechazo del pueblo, como le pasó a Heraud, o ante la delación como le pasó a De la Puente. La respuesta de la insurgencia guzmanista ante tal rechazo sería una mayor violencia, como en Lucanamarca, o en ejecuciones públicas como en tantos lugares del Perú. Rompería el tejido social existente, que le era totalmente desfavorable, y trataría de reemplazarlo por uno afín a su proyecto insurgente.

Tal negación le daría resultados. La insurgencia guzmanista se expandiría por casi todo el país, más que la insurgencia de los sesentas, ganaría simpatías de los segmentos más descontentos en un país en crisis económica. En el camino a Guzmán le surgiría la competencia de un grupo surgido de la vieja «nueva izquierda», el MRTA, que comenzaría como una «insurgencia caballerosa» y seguidora de la insurgencia sesentera, pero en pocos años esta competencia convergiría en métodos a los de Guzmán, ejecutando a dirigentes sociales. No había «insurgencia caballerosa», que respete los derechos humanos. Se había impuesto la dinámica impulsada por Guzmán y en realidad impulsada por el estado, que décadas antes ejecutó a los insurgentes.

Pero tal expansión no llegaría más allá de cierto nivel. No se expandiría lo suficiente para disputar realmente el poder. Y las razones de su fracaso fueron las mismas que las razones de su éxito inicial. La misma violencia guzmanista que expandió a su insurgencia allende a lo que llegó la insurgencia sesentera se volvió contra ella. Si Guzmán reaccionaba con violencia contra los campesinos que lo rechazaban, pues éstos colaborarían con el estado y reaccionarían violentamente también. Los senderistas y emerretistas serían ejecutados no sólo por las fuerzas policiales y militares, sino por paramilitares apristas y rondas campesinas. Y lo mismo pasaba en las ciudades. Mientras en El Salvador y Nicaragua los mismos dirigentes sociales simpatizaban con la insurgencia, en el Perú no había esa simpatía, y más bien Sendero los mataba o intimidaba. ¿Cómo podía triunfar intimidando o matando a quienes más necesitaba para ganar?

Cuando Guzmán finalmente es capturado, su organización había sido ya muy golpeada a nivel político y militar. Aparentemente estaba avanzando, pero el estado ya tenía la iniciativa y hasta se dio el lujo de postergar la detención de la jefatura, pues necesitaba validar su agenda de reformas neoliberales. Una organización caudillista y centralizada desde luego que tuvo «problemas de dirección» para proseguir. Tuvieron que dejarlo y negociar con el estado. El MRTA prosiguió y dio su último golpe importante cinco años después de la captura de Guzmán, sin ninguna negociación ni acuerdo. Igual la insurgencia llegaba a su fin.

8. La post-insurgencia
Veinte años después de la captura de Guzmán y quince después de la toma de la casa del embajador japonés, ya no hay ningún proyecto insurgente a la vista. Como resaca quedan bolsones de hombres armados en la ceja de selva, al parecer gravitando en torno al narcotráfico y al sabotaje de actividades extractivas. Los ex-insurgentes no están pensando en una nueva insurgencia. Ya cumplieron su ciclo. Lo intentaron y fracasaron, como antes otra insurgencias. Pero hoy el estado reacciona con una lógica de contrainsurgencia preventiva a lo Artola. El tema no es militar, sino político, y no es sólo cuestión de prevención a futuro, sino de aprendizaje del pasado: los sectores más conservadores aprendieron su lección de la lucha contra el APRA y el PC aurorales, de la insurgencia foquista y del desmontaje del velasquismo. Saben muy bien que la post-insurgencia puede llegar a tener un gran poder de cambio en el país. Su lógica no es de haber derrotado a una insurgencia y de haber comprendido que el Perú necesita cambios, como después de los 60s. Un sector similar sí que existe en la actualidad y el país lo advirtió en los «reservistas» de la década pasada, radicalizados ex-reclutas, que derrotaron a la insurgencia; pero es un sector hasta ahora mímino políticamente, que sirvió de trampolín de lanzamiento a Ollanta Humala. La lógica actual es reaccionaria: la insurgencia de los ochentas dio aire a reformas pro-oligárquicas, a diferencia de la insurgencia de los sesentas que dio aire a reformas anti-oligárquicas. Si la insurgencia de los sesentas implantó una «comisión de la verdad» en la conciencia de los militares, la insurgencia de los ochentas implantó el rechazo a la «comisión de la verdad» en la conciencia de los militares. Si la insurgencia de los ochentas fue la antítesis de la insurgencia de los sesentas, también la contrainsurgencia de los ochentas fue la antítesis de la contrainsurgencia de los sesentas.

Con los sobrevivientes insurgentes de los ochentas no hubo los indultos como los que dio Velasco a los sobrevivientes insurgentes de los sesentas, pero sí hubo la revisión de juicios de Paniagua y Toledo. El resultado es que comienzan a salir en libertad y comienzan a tomar otro camino, el de la lucha política. Y el estado reacciona tratando de extenderles las condenas, negándoles beneficios, censurando lo que puedan expresar, persiguiéndolos, negándoles oportunidades de reinserción laboral, etc. El escenario es completamente diferente al de hace veinte o treinta años, pero los discursos desde el poder siguen ubicándose en un escenario de guerra, en términos muy parecidos a los del general Artola en 1976 o a Cisneros Vizquerra a comienzos de los ochentas. Tienen muy claro que los post-insurgentes pueden reforzar la acumulación de fuerzas que lleve a cambios sociales que socaven el poder oligárquico reconstituído. Ya saben que se pudo y que se puede. Lo tratarán de impedir a como dé lugar. No pasa un conflicto social sin que encuentren alguna vinculación a algún ex-emerretista o ex-senderista. Si el ex-insurgente sigue un camino de movilización política y social, irá a la olla.

A esta reacción contra los ex-insurgentes se suma la reacción de la otrora «nueva izquierda» que también combatió a la insurgencia en los ochentas. En este sector también continúa la guerra de los ochentas y noventas en las nuevas condiciones. Las muertes de dirigentes sociales y campesinos hoy le pasan la factura a los ex-insurgentes. Es que la insurgencia de los ochentas avanzó política y militarmente mucho más que la insurgencia de los sesentas, pero aquella fue derrotada moralmente. Esa es la mayor derrota de esa insurgencia y es uno de los grandes pasivos de su post-insurgencia, que compromete totalmente a su asimilación actual. La cosa es que la asimilación viene en paquete: no sólo le piden una autocrítica o un «arrepentimiento» delator, sino una derechización.

Quienes ya pagaron su derecho de piso por asimilarse al sistema por las insurgencias anteriores hoy le niegan la asimilación a los ex-insurgentes del presente. Aquí también se actúa más que por temor a un resurgimiento de la insurgencia, por el temor a la agenda política de la post-insurgencia. Si la insurgencia del APRA fue sucedida por la superconvivencia de Haya, la insurgencia de De La Puente fue sucedida por la actual suerte de superconvivencia de la vieja «nueva izquierda», reconvertida en el sector «caviar», co-gobernante en el Perú post-fujimorista. Si la superconvivencia del Apra sirvió para reforzar la defensa del orden oligárquico, la superconvivencia de la vieja «nueva izquierda» sirvió para reforzar la restauraración del orden oligárquico. La post-insurgencia presente tiene en la post-insurgencia pasada a una enemiga, requerida de dar muestras de lealtad al sistema oligárquico, so riesgo de ir a la olla con quienes se muestre blanda.

Así es la asimilación, al menos en el Perú. La única asimilación sistémicamente compatible es que el ex-insurgente se asimile a las derechas. En ese caso hasta los sectores más reaccionarios lo recibirán con los brazos abiertos y hasta le pueden dar el Premierato, como a Yehude Simon. Ese es el único camino que le aceptaron a Haya y a los que le sucedieron. Quedará por verse cómo se da el proceso de asimilación post-insurgente actual.

En conclusión por ahora, las insurgencias en el Perú han seguido ciclos de levantamiento-derrota-asimilación. Ocurrió con el APRA y el PC, luego con el MIR y el ELN, y está ocurriendo ahora con SL y el MRTA. En el Perú se suele ver a estas insurgencias por separado, se evita compararlas, acaso por miedo a ser acusado de apología del terrorismo. Sin embargo, no cuesta mucho evidenciar que estas insurgencias son parte de un mismo proceso histórico, una secuencia de negación-continuidad muy visible para quien esté dispuesto a abandonar la visión fragmentalista del Perú.


«El remolino rompió la calma». El Apra surgiría e insurgiría contra la sociedad oligárquica y sería criminalizada oficialmente en el Perú. Era ilegal porque el comunismo era ilegal. Y como el Apra era comunista, era también terrorista. Era un partido oficialmente proscrito en el Perú.
El comunismo y el aprismo eran ideologías ilegales, rechazadas oficialmente en el Perú.
(La segunda imagen procede de aquí).

El aprista Jorge Wong Chávez presentado como un terrorista, con armas de fuego, balas, literatura subversiva y bandera aprista.
Tomado del documento anterior.
Apristas capturados en la asonada de 1948: presentados como terroristas.


Ahistá, pues. Haya de la Torre ampayado por la oligarquía con los comunistas rusos. Gran peligro para el statu quo oligárquico.
Tomado del documento anterior.


Eudocio Ravines Pérez detenido (en una casa de la avenida Mariátegui) y escapado (con ayuda soviética como contaría después en «La gran estafa»).
Cinco años antes la misma Crónica pondría en primera plana la detención de José Carlos Mariátegui como uno de los más activos dirigentes del comunismo en Lima, aquí.
Tomado de «El deportado» de Federico Prieto Celi (Editorial Andina, 1979).


De la Puente Uceda: antes de iniciar la insurgencia dio una conferencia de prensa supuestamente clandestina. En realidad, la CIA le seguía los pasos: tenía infiltrado al MIR.

Un lampiño Hugo Blanco es capturado. Lo condenarían a muerte, pero sería amnistiado.
Tomado del libro de Artola.

Hugo Blanco, ya barbado, en el Frontón con otros dirigentes campesinos.
Tomado de Hugo Blanco, «Land or Death». Versión en inglés de «Tierra o Muerte».


Niños en la insurgencia de Luis de la Puente Uceda. Publicación del Ministerio de Guerra del Perú.


1966: Mitin en que se pide amnistía general, defensa de los derechos humanos, no a la pena de muerte, no a las desapariciones. Sale Hugo Blanco, Javier Heraud, Vicente Lanado. Conseguirían la amnistía general. Tomado de Hugo Blanco, «Land or Death». Versión en inglés de «Tierra o Muerte».


1976: Alerta de Artola. La subversión comunista seguía latente en el país. Artola busca con su libro reforzar la reoientación hacia la derecha del régimen de Morales Bermúdez, combatiendo la influencia izquierdista, que incluso provenía de la insurgencia de los sesentas.


El General Artola acusa de subversivos a dirigentes campesinos que apoyaban al régimen de Velasco. Artola era un general derechista que se oponía al rumbo reformista del gobierno velasquista. Su libro «¡Subversión!» de 1976, aparecido ya durante Morales Bermúdez, es parte de la presión de las derechas militares por abandonar el reformismo y restaurar el poder oligárquico. Finalmente lo lograrían.


1980: Sendero toma de sorpresa a la sociedad peruana.
El Diario de Marka, 19 de mayo de 1980. Informa sobre una incidencia en las elecciones nacionales: en Chuschi quemaron ánforas. Los militares se movilizaron en helicóptero a reponer el material electoral.

Dos caras de la insurgencia senderista.
Entierro de Edith Lagos, Ayacucho, hace 30 años. Imagen tomada de aquí
Ejecución cometida por senderistas, Canto Grande, Lima. Imagen tomada de aquí.


Ayer y hoy: zona de operación de Hugo Blanco, luego de De la Puente y hoy de «Gabriel».
Hugo Blanco se establece en una zona campesina, Luis de la Puente en una zona alta de difícil acceso, y «Gabriel» al acecho de una zona extractiva.
Tomado del citado libro de Artola: zona de operación de la «guerrilla Pachacútec». Edición en azul mía.

Encuentre Vd. la diferencia: un diario es de la «derecha bruta y achorada» y el otro es de «los caviares».
Ninguna protesta social en el Perú actual se ha salvado de ser acusada de terrorista.

Otro caso: un diario es de la «derecha bruta y achorada» y el otro es de «los caviares».
Ambos mantienen en la opinión pública la idea de continuidad y latencia de la insurgencia. No se ubican en una realidad de post-guerra.

  1. «La última filosofía, según el tiempo, es el resultado de todas las filosofías anteriores y ha de contener por ello los principios de todas; por esta razón, aunque es filosofía de otra manera, es la más desarrollada, la más rica y la más concreta.» Enciclopedia de las ciencias filosóficas (1830). []
  2. El fragmentalismo gruñón y carrasperoso merece un post aparte. A ver si lo escribo. []
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Comentarios a este artículo

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