Por - Publicado el 15-03-2008

En las “batallas” de las ideas – los debates en los espacios públicos -, una conquista terminológica constituye una victoria decisiva. Determinados conceptos – aunque sean burdos o poco consistentes, aunque sean meros artefactos de la ‘baja retórica» – pueden influir decisivamente en la dirección de nuestras presuposiciones y creencias, pueden convertirse en piedra de toque de actitudes e incluso de reacciones emocionales. Las palabras, los conceptos y las metáforas dan forma a una parte importante de nuestro universo significativo, no cabe duda. También en el plano de la política. Conceder acríticamente el uso de los términos del ‘adversario’ – particularmente cuando no se trata de una concesión basada en el discernimiento, la conversión racional o el libre intercambio de argumentos, sino por ligereza, comodidad o efectismo – constituye un grave error, pues implica asumir muchas de las consecuencias teóricas de esa licencia gratuita. Equivale a entregar una importante plaza fuerte en el territorio de nuestro ‘sistema de creencias’ (no me refiero, ojo, a situaciones genuinas de “cambio de pensamiento” – lo que los filósofos griegos llamaban metánoia – sino una gratuita e irreflexiva concesión terminológica, que es lo que considero sucede en el caso que paso a describir).

Creo que el uso del término “caviar” se ha extendido mucho más allá de los sectores antidemocráticos y ultraconservadores que lo han vuelto a poner de moda en nuestro medio. Eso es algo que puedo constatar a partir del diálogo suscitado en este blog. Lo considero un profundo error – seguramente involuntario -, signo de una cierta falta de reflejos en materia conceptual. La extrema derecha no cuenta con cuadros intelectuales – está claro –, pero su prensa difamatoria y mediocre se ha anotado un lanzamiento de tres puntos. Estamos asumiendo su vocabulario, y por lo tanto (al menos en parte) sus sentidos implícitos para nuestra percepción y juicio en el plano político. Es triste, porque está claro que “caviar” no describe ningún objeto preciso (al menos tal y como se usa hoy esta expresión): es una palabra que sólo sirve para denigrar al oponente (ni siquiera para cuestionar rigurosamente sus ideas; aparentemente la etiqueta exime al «censor» de ofrecer cualquier argumentación).

Martín Tanaka nos ha recordado que la expresión proviene de la izquierda radical europea, que satirizaba a los izquierdistas inconsecuentes, que bosquejaban propósitos revolucionarios, pero vivían una vida más que acomodada. Por supuesto que la frivolidad constituye un vicio que resulta incompatible con una genuina vocación política (no sólo de izquierda, hay que decir), aunque la izquierda democrática ha sustituido la revolución por la reforma democrática como núcleo de su agenda. De todos modos, esta crítica – aunque natural – puede tornarse indeterminada, en tanto nos lleva a plantearnos honestamente una cuestión entre difícil y absurda: ¿Hasta cuánto puede ganar un ciudadano, de modo que su salario no sea incompatible con sus ideales de justicia social y solidaridad? ¿En qué “clase” debe ubicarse el sujeto de transformación social para ser “coherente”? Más allá de situaciones extremas, las preguntas tienen sentido sí y sólo si asumimos un determinismo clasista, presente en el marxismo ortodoxo, pero no en la izquierda renovada. Por más que el contexto histórico-social influya en la dirección del pensamiento, este no lo condiciona por completo; este determinismo no está justificado. El contraste “conciencia de clase / alienación” no se sostiene sin un esquema determinista de la historia y la economía, que constituye una hipótesis excesivamente vulnerable. Tengo que confesar con algo de humor que nunca he probado caviar, y que mi sueldo de profesor universitario es decoroso nomás. Pero sí puedo evocar e imaginar a personas con mucho mayores ingresos que yo suscribiendo un ideario de democracia social. Salvo en casos extremos (que suponen explotación de terceros, acumulación e injusticia, o la vindicación de desigualdades irracionales) no existe contradicción. Pensar que sólo los miembros del proletariado pueden decir cosas iluminadoras sobre la justicia social constituye una tesis extravagante y falaz proveniente de la ortodoxia marxista-leninista: una falsedad del tamaño del Everest. Algunos de nuestros políticos de izquierda más comprometidos y probos tienen un origen pudiente y tienen hoy una posición socioeconómica bastante acomodada: con todo ello, la fidelidad a sus convicciones políticas ha pasado con éxito por duras pruebas.

Tanaka cuenta la terrible historia del inescrupuloso miembro de una ONG de Derechos Humanos que agradecía al destino por la matanza de Accomarca, dado que le permitiría comprar una casa en la playa. Este es un ejemplo brutal y patético, pero una actitud repugnante e indolente como la de este sujeto de la ONG no puede proyectarse hacia un grupo mayor de gente que tiene determinadas creencias, al menos no sin una buena explicación de por medio. Quien haya leído un poco de Hume y Popper conoce las evidentes limitaciones de cualquier inducción. Quien intenta validar esa inducción suele pretender hacerlo por motivos ideológicos “estratégicos” (descalificar al otro). Es el caso de diarios como La Razón y Correo.

La derecha también ha retomado ese sentido de la sátira. A Aldo Mariátegui, a García Miró, a un sector del APRA y a los fujimoristas seguramente les gustaría que todos los izquierdistas suscribiesen piadosamente los idearios de Patria Roja o del MNI. De ese modo podrían catalogarlos (en complicidad con el gobierno) como “subversivos”, “comunistas” y “revoltosos”, y procurarían oponerse a sus movilizaciones invocando en coro la represión policial y militar, al modo como señalan con el dedo en sus editoriales a quienes protestan en provincias (por lo general con una nula responsabilidad profesional). Les preocupa que exista un frente progresista diferente – con otra concepción de la justicia social, acaso menos dogmática – con intelectuales y activistas con presencia en la sociedad civil. Resulta menos manejable un escenario político en el que existe una versión de la izquierda que valora las instituciones democráticas y se compromete con no pocos principios liberales (DDHH, división de poderes, un gobierno limitado, etc.). Por eso el intento por controlar desde el gobierno a las ONG, o la campaña difamatoria contra la CVR. Les encantaría ver a la PUCP sometida bajo el yugo del oscurantismo religioso.

Para la prensa y los políticos conservadores, “caviar” ha pasado a convertirse en sinónimo de izquierdista (particularmente – aunque no exclusivamente – quienes profesan un socialismo democrático o un liberalismo de izquierda): los intelectuales y activistas comprometidos con los Derechos Humanos y con la transición, las feministas, los seguidores de Amartya Sen en el Perú, los jueces anticorrupc
ión, las ONG, los profesores de sociales de la PUCP (y muchos de la UNMSM), los católicos cercanos a la teología de la liberación, los miembros de partidos de izquierda renovada, etc. Como puede apreciarse, se trata de una categoría indeterminada, “útil” sólo para ofender a sus ‘interlocutores’ en la arena política, pero completamente infecunda para pensar la política. No tiene ya un contenido específico, aunque pretende beneficiarse con el eco de sus antiguos sentidos (también cuestionables). Me temo que quien quiera decir algo meditado y sensato sobre las diferentes interpretaciones de la izquierda y la democracia social en el país tendrá que inventar o buscarse nociones más complejas, rigurosas y afortunadas (acaso ‘socialismo democrático’, ‘centroizquierda’ de momento sean de alguna ayuda, mientras se diseñan conceptos más precisos). El término «caviar» no explica ni aclara absolutamente nada en nuestros debates, tampoco sirve para definir el mapa de las posiciones ideológicas en el Perú. Es lamentable que un instrumento tan grotesco se haya ganado – incomprensiblemente – un lugar inmerecido en el lenguaje cotidiano de quienes incluso se enfrentan decididamente a esa prensa subterránea, pero no han podido despercudirse del todo de su retórica vana y ponzoñosa.

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