Por - Publicado el 04-02-2008

Ayer domingo en La República, Carlos Castro – el subdirector del diario –publicaba una nota, titulada “Los guardianes del Chino”, en la que reproducía el siguiente diálogo entre el juez San Martín y un miembro del Grupo Colina:

“¿Usted no intentó rebelarse ante una orden de matar a otras personas? Preguntó el doctor César San Martín, presidente del Tribunal penal especial –que procesa al ex dictador Alberto Fujimori–, al ex agente Colina citado como testigo en el juicio. “Doctor, era una orden, qué podía hacer», respondió el sicario. «Sí pero, le reitero, era una orden de matar. No se trataba de un operativo cualquiera». «Y qué quería, doctor, para nosotros se trataba de un trabajo, como cualquier otro trabajo. Y sólo teníamos que cumplirlo, y hacerlo lo mejor posible».

Estas declaraciones revelan con claridad meridiana los sentimientos de un agente especial de un grupo de exterminio que presuntamente contaba con el aval de la dictadura a la que servía, así como gozaba del respaldo de parte del sistema político y militar. En el registro de cierta Fuerza Armada renuente a la modernización y al sometimiento al poder civil – me estoy refiriendo estrictamente a la que actuaba en los años noventa bajo las ‘directivas’ de Fujimori y Montesinos – las dudas y las murmuraciones no contaban como expresiones legítimas frente a la orden de eliminar al “enemigo” (aún el enemigo que no representa una amenaza en circunstancias precisas: el que está desarmado, maniatado, amordazado, etc.). No significa nada para el testigo -¿Por decisión personal? ¿Por “formación doctrinal” y “profesional”? ¿Por ambas cosas?- el hecho que, según el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, el principio de obediencia debida (“lo hice porque recibí órdenes de mis superiores”) no priva de responsabilidad al perpetrador de homicidio y tortura. Tales órdenes deben ser desobedecidas, más allá de los contextos de su recepción.

Esta regla básica forma parte de la cultura de los Derechos Humanos, entendida como un conjunto de construcciones sociales y consensos interculturales destinados a proteger la vida y dignidad de toda persona humana, más allá de su raza, cultura, religión, género, sexualidad, condición física y mental, situación legal, etc. Se trata de una conquista histórica post-holocausto (Rorty). Ella pretende evitar a toda costa que se repita el escándalo del genocidio, la tortura, la desaparición forzada de personas. Más allá de su fuente liberal (lockeana), la Declaración de 1948 fue resultado de las consultas hechas a representantes de diferentes disciplinas humanas, religiones y culturas con el único fin de acabar con la crueldad y la barbarie. Si por “ideología” entendemos el “discurso conceptualmente viciado, puesto al servicio de los intereses de un grupo de personas”, entonces los Derechos Humanos no expresan una “ideología”, sino una forma consistente de universalismo moral, un signo de civilización. Desde luego, esa perspectiva nos permite someter a crítica aquellos intentos por convertir los Derechos Humanos en una herramienta para el control geopolítico o la agresión bélica, por ejemplo. No es difícil descubrir aquellas formas de instrumentalización e hipocresía a pequeña o a gran escala.

La cultura de los Derechos Humanos apunta a formar el juicio crítico de la persona – aquella capacidad que Sen llama “agencia” o “razón práctica”- de modo que no consienta más que alguna autoridad política o religiosa pueda reprimir su libertad de elegir sus proyectos de vida, o les invite a someter a otros individuos por razón de género, casta o status social. Esta forma de universalismo busca desmantelar la siniestra tesis de que la eliminación extrajudicial de personas – culpables o inocentes – es “un trabajo más” que algunos tienen que realizar “eficazmente”. El mayor enemigo de esta cultura es la deshumanización. Por desgracia, los prejuicios que alimentan esta funesta actitud no han sido erradicados del todo. Este es uno de los objetivos fundamentales de la educación moral y el debate ciudadano en este siglo.

La hipótesis democrático-liberal de que todas las vidas cuentan y de que no hay muertos ajenos dista mucho de haber calado hondo en nuestra comunidad política. Basta ver lo que algunos vándalos han hecho con el memorial El Ojo que Llora, no sin el agrado y la anuencia de parte de nuestra (autodenominada) “clase dirigente” y el beneplácito de algunos vecinos. Incluso hay quienes sin rubor alguno se proclaman demócratas y sostienen que no creen en la existencia de Derechos Humanos que protejan a las personas. Un frecuente interlocutor virtual sostenía en un comentario a una de las entradas a mi blog (la que sigue es una cita textual): «Eso de creer que todos tienen Derechos Humanos nunca lo terminé de digerir. Yo soy una persona normal como todas que tienen sentimientos y pasiones: creo que hay personas -como los terroristas y los criminales- que por sus actos pierden esos Derechos Humanos y esa dignidad propia de los seres humanos». En su opinión, la condición humana se pierde en determinadas circunstancias (la trasgresión de la ley, la lesión del “bien común”). Una vez convertidos en pseudo-humanos – en virtud de sus crímenes – sus cuerpos pueden tornarse en objeto de tormento y ensañamiento. Para algunos, la justicia sanguinaria, vigilante del antiguo orden del universo – la díke homérica -, sigue rigiendo los destinos del hombre.

Este modo de pensar prepara el terreno para el ingreso impune de los verdugos. Bajo estos supuestos, las declaraciones – e incursiones – de los miembros del Grupo Colina (u otros afines) encuentran un terreno fértil -, fundado en la condescendencia o la complicidad de no pocos ciudadanos. La democracia no puede constituirse en un régimen viable allí dónde la metáfora del depredador y la presa (o la de verdugo y su víctima) encuentran todavía un lugar en los debates del espacio público. Importa poco el signo político de sus emisores. Mientras sigamos pensando que la vida humana puede seguir siendo sacrificada en los altares de un presunto “ideal superior” (la razón de Estado, la “Revolución”, la eficacia social, la dicha futura de la mayoría), el fantasma de la barbarie no habrá abandonado nuestra precaria comunidad política.

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