Por - Publicado el 16-01-2008

El principio es muy simple: gracias a los modelos cognitivos, nos hacemos una idea de quiénes somos, quiénes son los demás y cómo actuar. Hay modelos narrativos (por ejemplo, cuando vemos salir disparada una piedra o una pelota, podemos prever que va a caer; si alguien sufre algún daño, podemos prever que va a expresar dolor) y hay modelos metafóricos (cuando estamos tristes, estamos abajo, cuando estamos alegres, estamos con el ánimo arriba) Pero como todas herramientas humanas, tienen sus ventajas y sus desventajas y, en algunos casos, pueden producir la muerte.

Uno de los esquemas cognitivos más mortíferos es la idea de superioridad natural. Me refiero al esquema mental de que, dentro de un grupo, somos los que mandamos porque pertenecemos a un grupo privilegiado. Uno de los motivos por lo que podemos creer que estamos al mando son prejuicios étnicos o raciales: solemos pensar que, dentro de un grupo, aquel de ideas “occidentales” (cualquier cosa que esto signifique) lidera a los que poseen ideas “no occidentales”; asimismo, en un grupo en donde hay un blanco y varios indígenas, solemos presuponer que el blanco está al mando. Sé que estoy generalizando, que alguien me puede decir “yo no presupongo eso”, pero me refiero a los modelos más comunes y estereotípicos.

Estas creencias pueden ser favorables al sujeto en algunos casos: por ejemplo, cuando el sujeto está empeñado en una tarea colonialista, hará lo posible por seguir el esquema de superioridad y dominar a los otros. Si tiene suerte, puede llegar a convencer a los subalternos de que entre ellos se establece una relación “natural”: él o ella nació para mandar y ellas o ellos nacieron para obedecer.

Pero hay la posibilidad de morir en el intento. Veamos este pasaje sobre el oidor Lucas Vásquez de Ayllón referido por en Inca Garcilaso en su famoso relato sobre La Florida:

“dio en la costa de una tierra apazible y deleitosa, cerca de Chicoria, donde
los indios le recibieron con mucha fiesta y aplauso. El oidor, entendiendo que
todo era ya suyo,
mandó que saltassen en tierra dozientos españoles, y fuessen a
ver el pueblo de aquellos indios, que estava tres leguas la tierra adentro. Los
indios los llevaron, y después de los aver festejado tres o cuatro días,
asegurándolos con su amistad, los mataron una noche, y de sobresalto dieron al
amanecer en los pocos españoles que con el oidor avían quedado en la costa en
guarda de los navíos; y aviendo muerto y herido los más dellos, les forçaron a
que rotos y desbaratados se embarcassen, y bolviessen a Sancto Domingo, dejando
vengados los indios de la jornada passada” (La Florida. Introducción y notas de
Carmen Mora. Alianza Editorial. 1988, 111).

El oidor pensó que su sola presencia había bastando para conquistar a los indios del norte. La presuposición de la superioridad residía, muy probablemente, en la idea de que por ser noble, blanco y cristiano, era “natural” que los indios se sometieran. Aquí tenemos un ejemplo de cómo lo “autoevidente” puede ser peligroso y mortal.

Es posible sacar lecciones actuales. En mi opinión, la falta de flexibilidad, una de cuyas variaciones es el esencialismo, puede ser sumamente dañina y forzar decisiones que violentan los intereses de aquellos que, supuestamente, querríamos ayudar. En el análisis crítico, cuando los prejuicios se imponen sobre la observación de los hechos, podríamos llegar a conclusiones que nada tienen que ver con lo que la gente piensa y percibe.

Esto último es muy importante de anotar: las ideologías políticas se construyen como narraciones; es decir, tienen un comienzo, un nudo y un final. Cuando estamos convencidos de cómo va a ser la historia, seleccionamos de las evidencias aquellas que confirman nuestra predicción. El peligro del dogmatismo político reside en creer más en la narración que en el análisis de los datos. Es entonces que se abren paso los Pinochet, los Castro y los Fujimori, entre otros personajes deplorables, por supuesto.

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