Por - Publicado el 28-11-2007

Hace unos días, Gustavo Faverón le dedicó un post de su blog Puente Aéreo a la poeta peruano-española Montserrat Álvarez, a propósito de una entrevista concedida por ésta al diario El Comercio. En su post, Faverón desestima la poesía de Álvarez, que le parece “tópica, sordomuda, superficial y efectista”. Más aún, sugiere que se trata de una posera, fenómeno, asegura, bastante común en la escena literaria limeña, donde hay “más poses que en cualquier ejemplar del Kamasutra”.

Sobre el primer punto en realidad no hay mucho que decir. Es obvio que a Faverón —un crítico astuto e inteligente, y un escritor usualmente grácil— no le gusta el trabajo de Álvarez, y se me ocurre que pocos argumentos podrían hacerle cambiar de opinión. Esto no significa que los argumentos no existan: por ejemplo, lo que Faverón ve como acartonamiento puede también interpretarse como formalización, un uso específico de la retórica tradicional para producir determinados efectos textuales (en mi opinión, esta es una de las virtudes de la escritura de Álvarez, no uno de sus defectos). Pero en realidad es el segundo punto el que me interesa destacar ahora, porque me parece más interesante.

Faverón nos dice que Montserrat Álvarez es de la clase de poeta que “escribe cuatro líneas y las llama geniales, el que pregona su talento, se bautiza elegido, se señala a sí mismo como distinto a los demás”. Ella, afirma el crítico, “cree que cada vez que junta papel y lápiz produce discursos sagrados, incontestables, indestructibles y naturalmente superiores a cualquier crítica que se les plantee. Piensa en su poesía como dios pensaría en sus monólogos divinos: palabra escrita en piedra, inmarcesible”.

La pregunta que me parece crucial es esta: ¿cómo sabe Faverón que estas actitudes —equivocadas o no, justificadas o no— son, en Álvarez, fundamentalmente insinceras? Llamar posero a un escritor es afirmar algo sobre la relación que tiene con su discurso: el epíteto nos dice que esa relación es deshonesta, falsa, puramente instrumental. Un posero adopta ciertas actitudes —ya sea en su conducta, ya sea en su uso del lenguaje, por lo general en ambos terrenos— con el objetivo de promover su perfil y hacerse propaganda, no porque crea sinceramente en lo que esas actitudes implican o comunican. Así, Faverón no acusa a Álvarez de estar en un error, o de ser arrogante, o de decir tonterías: la acusa de no ser auténtica. Repito la pregunta: ¿cómo lo sabe?

El juicio de Faverón (“Montserrat Álvarez es una posera”) se basa en un presupuesto sobre el carácter de la escritora, antes que en cualquier cosa que ella haya dicho o escrito; por más extraordinarios, desmedidos o desatinados que puedan parecerle los poemas o las declaraciones en cuestión, nada en ellos indica que no son genuinos. En otras palabras, nada en ellos indica que Montserrat Álvarez no cree en realidad en lo que está diciendo. Más bien, lo opuesto es más factible. La poesía de Álvarez sabe ser sardónica, tiene sentido del humor, se mueve con frecuencia hacia la imprecación y el improperio, pero nunca es irónica. Nunca, en otras palabras, dice una cosa queriendo significar otra. Es razonable colegir que el mismo espíritu anima sus declaraciones públicas, no importa cuán estrambóticas le resulten a Faverón o a cualquiera.

Otra pregunta, entonces, se hace necesaria. ¿Por qué reacciona el crítico con tanta animadversión? ¿Por qué decide interpelar a Álvarez en términos personales, términos que aunque quieren parecer estéticos son en realidad predominantemente éticos? Intuyo que lo que hay aquí es un impase en el nivel de las ideologías. Porque, a fin de cuentas, lo de Álvarez es sobre todo una postura ideológica: sus declaraciones, su personalidad pública y sus poemas se empeñan en rearticular la idea romántica de lo literario, una visión del artista, sí, como genio separado y distinto del resto de la sociedad, y de la poesía como un ejercicio sublime desprendido de todo condicionamiento material.

Se le puede objetar mucho a este discurso, pero —déjenme repetirlo una vez más— el hecho de que un poeta lo haga suyo y lo pregone no es indicativo de una ausencia de sinceridad (tampoco lo es, por cierto, de su presencia). Álvarez es una romántica, en el sentido literario e ideológico del término. ¿Quiere decir esto que es también una posera? Sólo si uno cree, como Faverón parece creer, que esta ideología es inmediata y necesariamente falsa, que nadie puede expresarla sin estar mintiendo, que nadie puede creer realmente en tales cosas.

Y esta otra postura, la que le estoy atribuyendo a Faverón, es también una ideología de lo literario. Más contemporánea quizá, más acorde con el espíritu de los tiempos, pero no dotada, en principio, de mayores contenidos de verdad. Lo que no cabe en ella —y esto es fundamental— es una noción como la de autenticidad (o, para usar el término historicamente apropiado, organicidad) tal como la entendían los escritores románticos, que es el mismo sentido en el que la entiende Álvarez.

Esto explica, creo yo, el mal ánimo de la nota de Faverón, la rapidez con la que se entrega al improperio, lo fácil que le resulta moverse de cuestionar la calidad de la poesía de Álvarez a cuestionar el carácter y las motivaciones de la autora. En sus poemas y sus declaraciones públicas, Álvarez articula y defiende sus opciones como fieramente auténticas, y con ello cataloga, implícita y explícitamente, las opciones de muchos otros —académicos, jornaleros del lenguaje, poetas que de día son (somos) oficinistas— de su contrario. Lo que nos dice es que los inauténticos y los deshonestos somos todos los demás. La posibilidad de que esté en lo cierto produce ansiedad. Y la ansiedad nos obliga a gritar, por toda respuesta: “¡Posera!”

Quizás hemos llegado al punto en el que la ideología romántica de la literatura está pasando a hacerse un impensable. Quizá ya sólo podemos responder a sus demandas e interdicciones, que son las de Montserrat Álvarez, con escarnio e insultos, poniendo en tela de juicio las intenciones del mensajero en lugar de enzarzarnos en una conversación con el mensaje. Si es así, creo que se trata de una pérdida: se nos está yendo algo que ha sido, aunque incómodo, valioso y fructífero durante varios siglos en la literatura Occidental. En todo caso, la insistencia de Álvarez en ese reclamo de autenticidad me parece digna de ser bienvenida, y su visceral rechazo por parte de Faverón me parece sintomático, además de lamentable.

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