Por - Publicado el 11-09-2006

Vista de las torres gemelas desde el Greenwich Village, posiblemente de La Guardia Place, la zona de NYU

El 11 de septiembre es la diada. Es el día nacional de Catalunya, un día feriado, y me encuentro en Barcelona. Por la tarde, la televisión anuncia la tragedia que comienza. Una explosión en una de las torres. Las imágenes no son capaces de transmitir lo que podría estar pasando allí. De hecho, nunca lo hicieron. A esas horas, por la mañana, las torres están atiborradas de gente. Sólo se ve un edificio destruído. Y se oyen unos pésimos comentarios repetidos una y otra vez por los periodistas televisivos. Atontado por las imágenes en cierto momento llamo a dos personas en Nueva York, una persona muy querida, y al departamento de economía de la Universidad de Nueva York. Sin éxito en las llamadas, comprendo que no podré comunicarme con nadie en esa ciudad, mi propia ciudad por cinco años y de entonces para siempre.

Obviamente, es el tema de conversación en los días que siguen. «Me parece bien lo que ha pasado. Han recibido su merecido», me diría un chaval en una reunión social. Pudo más mi sorpresa, que cualquier otra sensación. Resulta que mucha gente piensa así. Yo sólo me acordaba de las veces que había usado las estaciones del subway del WTC y las cercanas a esta zona, de las veces que había tomado el Path a Nueva Jersey, y sobre todo de mis cachuelos de traducción realizados en la zona de la torres y que, entre otros cachuelos, contribuirían a hacer posible mi primer año de estudios. Meses después al comentar el detalle en Nueva York me dirían: «Sílvio, aquí no nos ha interesado la política, sólo el lado humano del asunto».

Algunos días después se restituye el servicio telefónico y puedo hablar con las personas que había llamado antes. Largas caminatas para llegar a su casa, incomunicación y, por supuesto, incertidumbre. Las autoridades establecen una línea rígida: no se puede pasar de la calle 14 hacia el sur. Mi zona de la ciudad era la Loisaida, el Lower East Side, y me habría tocado pasar algunas noches fuera de mi casa. La NYU mantendría funcionando los servidores para que sus estudiantes pudieran comunicarse con sus casas. Años después hablaría con un profesor del departamento de economía, cuya ventana a sus espaldas tenía vista a las torres. Este señor estaba trabajando esa mañana, posiblemente muy concentrado en algún problema de análisis espectral, hasta que recibió una llamada de su esposa, quien a su vez había recibido una llamada del extranjero comentándole sobre el atentado. El profe contesta «¿Cuál atentado?». «Las torres», contesta su esposa. El profesor se voltea, mira una torre echando humo a través de su ventana, y recién se da cuenta de lo que está ocurriendo. Me diría algo así como que ahí se dio cuenta de lo alejados que a veces estamos de la realidad que tenemos en nuestras propias narices. Ese día casi todo el departamento de economía atónito vio lo que ocurría desde una de las oficinas que hasta ese momento tenía vista a las torres.

Tres meses después visito la ciudad, de paso a Lima, y siento todavía algo del olor nauseabundo en la zona sur. Una ciudad mutilada y con dolor por la parte que ya no tiene. Una ciudad embanderada, con miembros de la guardia nacional en plenas zonas emblemáticas de la gran metrópolis, con estaciones de metro que no funcionan, limitada. Paso por una galería en el East Village donde se presentan los trabajos de varios fotógrafos, muy activos ellos el mismo 11 de septiembre. Gente cayendo por los aires. Gente apelotonada de las ventanas, entre el fuego y el vacío. No había visto antes tales fotos. Por supuesto, voy a la zona cero y presento mis respetos a los que ya no están. Me acuerdo también del primer atentado en 1993, donde un compatriota peruano fue víctima mortal. Entonces, ¿quién se hubiera imaginado que lo intentarían de nuevo y lo conseguirían?

A la vuelta de Lima, paso el año nuevo (o nochevieja) en la ciudad. Veo las extremas medidas de seguridad en Times Square, pero también la participación masiva y entusiasta de la población. Todavía tengo las festivas gafas que describen el 2002, un cero para cada ojo. Los neoyorkinos lo celebran con mucha altivez. Ni una palabra de lo que pasó. Todos quieren estar en una ciudad que nunca duerme y arrancar de nuevo. Si la hacen allí, la hacen en donde sea. A comenzar de nuevo. La vida continúa. La ciudad no para. La vitalidad es su esencia.

Actualización: Las víctimas peruanas del 11S: In Memorian.

-

No se permiten comentarios.